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Algunos fragmentos... 

Capítulo 1: Mil kilómetros
Con la muerte de la abuela murió una parte de todos y cada uno de sus descendientes. Somos lo que recordamos y recordamos lo que vivimos. El cúmulo de vivencias y de recuerdos viste nuestro ser con un abrigo urdido día a día, que nos identifica inequívocamente y que nos arropa frente a las inclemencias y las contrariedades de la vida. En la urdimbre formada por hilos de vivencias, cada ser que nos acompaña en el camino aporta la trama necesaria que cruza y enlaza hilos de recuerdos en esta tejeduría que es la vida. Y son muchos los hilos que tramó la abuela, tantos que, ahora que ya no está, la familia se deshilacha llorando la pérdida de una gran mujer, de toda una institución familiar que sobrevivió a una cruel guerra civil y a las penurias de una posguerra, abriéndose camino con la tenacidad y dureza de un carácter que, para los suyos, siempre supo endulzar con aquella ternura tan suya.
Capítulo 2: Si me quieres de verdad
Hasta que al final llegó la sentencia definitiva, una frase contundente que no admitía comentario alguno: «Si me quieres de verdad, déjame». Y así lo hice, como aquella madre que se desprende de un hijo apenas recién nacido, con la esperanza de que sobreviva en un lugar mejor y alejado de la miseria y muerte instauradas por una fatídica guerra.
Capítulo 3: Tiene agua y no es botijo
Frente al pasillo estaba el desván, el museo secreto de la casa donde permanecían la espada y el capote del bisabuelo. Un zapatero remendón afiliado a la UGT, primero, y a la CNT, después, que quiso cambiar la chaveta con la que cortaba el cuero por una espada de gloria taurina. 
Capítulo 4: Queridas esposa e hija
Aquellas cartas reflejaban una de tantas de las miles de paradojas que nos dejó la esquizofrenia de una guerra absurda. Un suegro anarquista y un yerno falangista que compartieron el amor de una misma mujer. Un país enfrentado en dos bloques irreconciliables que, durante años, fueron creando el caldo de cultivo ideal para un desenlace ruinoso. 
Capítulo 5: Con los pies tocando el cielo
Paseos por los alrededores de aquel enorme bloque de piedra, y mucha conversación con mi amigo monje. Durante aquellos paseos, mis palabras eran absorbidas con mucha atención y respeto por aquel compañero de carrera al que apenas conocía y que, ahora, me escuchaba ataviado con un hábito que, en este caso, sí hacía al monje. Disertaciones metafísicas sobre ciencia, espiritualidad y religión. Divagaciones sobre las relaciones humanas, la pareja, el matrimonio, el amor, el desamor, el odio, el resentimiento y, sobre todo, el perdón. Aquel monje vivía alejado del ruido de este disparatado mundo, pero conocía, como nadie, sus funestas consecuencias y, para ello, tenía a punto los remedios con los que curar el alma de desdichados que, como yo, allí buscaban refugio y comprensión.
Capítulo 6: Diez por cada uno
Las rojas fueron rapadas al cero y ridiculizadas después en público, paseándolas por las calles y las plazas de los pueblos. Desprovistas de pelo, aquellas mujeres quedaban desposeídas, a su vez, de su feminidad; una manera de dejarlas desnudas y de decirles a sus hombres: «Mirad qué hacemos con vuestras mujeres, son ahora nuestros trofeos de guerra».
Capítulo 7: Casualidad o causalidad 
Y así como el conocimiento de las cosas permite identificar realidades que hasta entonces habían permanecido ocultas, poco tiempo después me percaté de que aquella filosofía de vida ya había sido acuñada por nuestras generaciones pasadas. No hacía falta viajar hasta el extremo oriental del planeta para descubrir lo que aquí ya se sabía. Y el mejor de todos los ejemplos lo tenía tan cerca que no supe reconocerlo hasta entonces: mi padre que, como un maestro zen, vivía de forma innata al son de aquellas enseñanzas, guiándose por una sabiduría que, muy seguramente, adquirió durante su infancia y posterior juventud en el pueblo, en el cortijo, que fue su universidad, y en las fanegas que labró, el campus que la rodeaba. Mi padre vive el tiempo presente. Si del pasado apenas habla, el futuro, para él, no existe más allá de la inmediatez de las primeras hojas del almanaque. Las emociones, tanto placenteras como dolorosas, siempre vividas y sentidas en el momento justo y con la intensidad oportuna. De nada sirve recrearse en el dolor pasado cuando la cena está todavía por hacer. Tampoco las risas, otro tiempo aireadas, te servirán para convertir en azul el cielo gris que a veces encapota nuestras vidas. Así es mi padre, un hombre que no pisó la escuela y que, cuando lo observo, empequeñezco hasta convertirme en el más grande de los ignorantes de la vida.
Capítulo 8: La lista de Seixas
Por última vez, probé a rescatar algún recuerdo más enterrado en la erosionada memoria de aquel anciano. Le pregunté si conoció a mi bisabuelo, dónde lo conoció… Palabras que, sin respuesta, fueron a morir contra las cuatro paredes que circunscribían aquella habitación. Remigio ya no dijo nada más. Allí quedó, con la mirada nuevamente perdida en el laberinto de su cabeza.
Capítulo 9: Individuo 7681/39
El individuo al que se refiere el presente informe era el hombre más perverso del Frente Popular que ha habido en este pueblo. Siempre fue persona dada al vicio del juego y a la bebida y a todo lo bajo e inmoral. Al producirse el Movimiento se distinguió especialmente por su oposición al mismo, siendo uno de los más esforzados defensores del comunismo a cuya implantación en este pueblo colaboró poniendo sus mayores entusiasmos.
Capítulo 10: Elemento de acción
El devenir de los años vino a confirmar la ley no escrita que acaba determinando, con la exactitud matemática de una ecuación, cada una las variables que iban a regir la vida de estos muñecos de trapo, los niños de mirada triste que siempre, por encima de los demás, llamaron mi atención y fueron predilección de mi amistad.
Capítulo 11: Entre columnas
Entre columnas anduvo la historia. La Columna de la Muerte, que sembró el terror a lo largo de una diabólica expedición que arrasó todo lo que pudo desde el sur hacia el norte. Y la Columna de los Ocho Mil, la de la impotencia y del miedo, que en una cruel emboscada encontró la muerte al final de una frustrada escapatoria que, huyendo desde el oeste, quiso salvar la vida alcanzando el ansiado este. Dos columnas intersecadas que dibujaron una monstruosa cruz sobre el sureste de la península, en lo que fue una dantesca y absurda matanza de centenares de personas inocentes. 
Capítulo 12: Con lo mucho que yo las quería
«[…] entonces comenzaba el abrir de puertas, el tintineo de la campanilla del sanctus, la oración del cura, los gritos implorando socorro y llamando a la madre. En marzo fusilaron a cuarenta y cinco hombres. La noche del 13 al 14 de abril fusilaron a diecisiete más para celebrar el aniversario de la proclamación de la República. Dos noches más tarde hubo ocho ejecuciones. La siguiente noche, nueve fusilados. Y la otra, trece…».
Capítulo 13: Nada, nada, nada
Colgué el teléfono con la certeza, por mi primera vez, de que la represión franquista había conseguido sobrevivir a dos generaciones. La primera, la que la sufrió, no tuvo más remedio que callar y olvidar. Lo que no lograba entender era por qué los descendientes directos de aquellas víctimas hacían oídos sordos ante unos hechos de los que parecían sentirse avergonzados, atemorizados y que preferían desconocer.

Capítulo 14: Su casa. Sus labores. Su sexo
Durante aquellos días, los sublevados andaban despechados por el fracaso de la toma de Madrid, de manera que decidieron fusilar a algunos rehenes. La noche del 7 al 8 de noviembre, una de aquellas dos hermanas había de caer. «Así que a elegir y rápido», les dijeron los guardias a las hermanas de José Díaz. Discutieron entre ambas sobre quién había de morir… Aprovechando que la niña pequeña de Concha se había despertado y se había puesto a llorar, Carmen se adelantó para que la fusilaran a ella, argumentando que los hijos de su hermana eran todavía muy pequeños. Carmen se dirigió a los guardias diciéndoles que le dispararan pronto y «No me vendéis los ojos, que mi hermano se merece que muera con la cabeza muy alta». Un piquete de regulares acabó con su vida, junto con un numeroso grupo de personas, en las tapias del cementerio de San Fernando.
Capítulo 15: De ideas muy avanzadas
Éstas fueron las ideas y principios que defendió María Teresa; ideas muy avanzadas, demasiado avanzadas para los que creyeron necesario desprenderla de su profesión. Lo que, a priori, debería haber sido una virtud, se convirtió en manos de aquellos indefinibles personajes de la comisión depuradora en un delito que inexcusablemente había de ser castigado. Aquellas mentes brillantes pensaron que la evolución humana, el desarrollo de las ciencias y de las artes, del conocimiento y de la cultura en general habían sido el producto de la involución. En sus reducidos cráneos tan sólo cabía la posibilidad de retroceder o, como mucho, de no avanzar, ya que cualquier progreso ponía en peligro el conservadurismo político, religioso, social y cultural en que descansaba el régimen que aplastó los ideales educativos que defendió la República.

Capítulo 16: Maldito perro judío
Ahora que han pasado tantos años, ahora que el pasado de la vida de la abuela me ha llevado hasta vosotros, a conocer vuestras vidas, las vidas de los maestros y maestras de la República… Juliana, Ángeles, Carmen, María Teresa, Matilde, Amparo, Francisco, Pura… maestras y maestros republicanos; ahora que el tiempo no puede ir marcha atrás, me pregunto, y sé que sin respuesta, qué hubiera sido de mi vida, de nuestras vidas, si hubierais continuado enseñando, si hubierais culminado con la implantación de aquel sistema educativo revolucionario donde el niño era el centro del universo escolar y era considerado como un ser esencialmente libre; donde se reconocía que todos los niños, sin excepción, poseían cualidades innatas y únicas que sólo había que dejar aflorar para después acabar de perfilar y potenciar; donde la enseñanza se basaba en métodos activos, en la observación, la experiencia, la ciencia y la evidencia; donde el respeto a la conciencia del niño era un principio inquebrantable; donde no existía una jerarquía déspota entre maestros y niños; donde la disciplina no se imponía sino que se aprendía; donde no había lugar para el castigo ni el miedo porque vosotros, maestras y maestros de la República, nunca nos hubierais tratado como lo hicieron algunos de aquellos canallas que usurparon vuestro oficio, que os arrebataron una parte de vuestras vidas, y que también marcarían, para siempre, la de los miles y miles de niños que ya no os llegarían, ya no os llegaríamos, a conocer jamás.
A vosotros, queridos, desconocidos y olvidados maestros… de la República.
Capítulo 17: Aquí no lo vas a encontrar
De camino hacia el coche, decidí adentrarme en el parque de María Luisa, donde me quedé durante más de una hora, respirando aire limpio, tratando de aceptar lo ocurrido, mirando el listado de las nueve mujeres cuyo paradero desconocía. Estaba seguro de que alguna de ellas continuaba con vida, en algún lugar de aquella ciudad, tan cerca y tan lejos a la vez… Me quedé absorto mirando el caño de agua de una de las fuentes, analizando las formas caprichosas que dibujaba sobre el estanque; geometrías únicas que tan sólo duraban un instante, como nuestras vidas que emergen del vientre de nuestras madres y se diluyen en caminos diversos e irrepetibles para acabar precipitándose hacia un desagüe que, quizás, las lleva de nuevo al estanque.

Capítulo 18: Cruce de caminos
Caí al suelo, hincando las rodillas sobre los guijarros que sembraban el camino, llorando al comprobar que yo ya había estado allí, en aquel sueño donde la abuela, enfundada en su vestido negro, caminaba frente a mí por aquel sendero, fatigados y sedientos los dos, en medio de un paisaje polvoriento; en el mismo sitio donde, setenta años atrás, la vida de la abuela y de sus padres se truncó para siempre, dejando un rastro de dolor a lo largo de aquella cañada, a lo largo de la historia de una guerra inacabada. Aquel dolor trascendió al tiempo, al espacio y a la propia vida de su portadora, para aparecer en el tiempo presente, para seguirme a todas partes y mostrarme, sin tapujos ni miramientos, el terrible pasado que la abuela dejó escondido en el cajón de su cómoda.
Capítulo 19: Baratijas
La noche en que nos conocimos, se conocieron dos almas heridas, producto de un accidente amoroso, la mía, y consecuencia de un trastorno, la suya. Dos almas que se reconocieron nada más verse, a través de una mirada oscura, la suya, y de una mirada triste y desvaída, la mía. Dos almas que no podían ayudarse porque quien no tiene no puede dar. Dos seres que ni tan siquiera podían buscar su mutua compañía porque, juntos, jamás sanarían.

Capítulo 20: Todavía quedaba esperanza
No me costó identificarla. Sí me costó, en cambio, caminar hacia ella, porque la emoción que sentía era tan inmensa que no respondía de mí mismo. Allí estaba, una mujer de unos sesenta y pico años, elegante, esbelta, con el cabello totalmente cano pero luciendo un aspecto moderno. Me saludó visiblemente emocionada. Yo le hice un ademán de tenderle la mano pero ella enseguida me besó, con educación y ternura. Noté cómo, a pesar de su imponente aplomo, su cuerpo temblaba, como el mío, en aquella tarde friolera y lluviosa de finales de otoño. 
Capítulo 21: El último acertijo
Y así, aquella misma noche volvió el sueño, en su versión original que nada tenía que ver con las últimas y angustiosas pesadillas. Me encontraba de nuevo en el pasillo de la casa de mi niñez, donde ya no había puertas, ya no había miedo. La luz cegadora proveniente del salón contorneaba, al trasluz, la silueta de una mujer sentada. Con los pies desnudos corrí hacia aquella luz que, por un momento, cedió de intensidad para dejarme ver los ojos bondadosos de la abuela que, ahora vestida de blanco, tejía a ganchillo. 

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